viernes, 4 de septiembre de 2020

                                                             MI HERMANO

 

Nunca le perdoné a mi hermano gemelo que me abandonara durante siete minutos en la barriga de mamá, y me dejara allí, solo, aterrorizado en la oscuridad, flotando como un astronauta en aquel líquido viscoso, y oyendo al otro lado cómo a él se lo comían a besos. Fueron los siete minutos más largos de mi vida, y los que a la postre determinarían que mi hermano fuera el primogénito y el favorito de mamá. Desde entonces salía antes que Pablo de todos los sitios: de la habitación, de casa, del colegio, de misa, del cine ─aunque ello me costara el final de la película─. Un día me distraje y mi hermano salió antes que yo a la calle, y mientras me miraba con aquella sonrisa adorable, un coche se lo llevó por delante. Recuerdo que mi madre, al oír el golpe, salió de la casa y pasó ante mí corriendo y gritando mi nombre, con los brazos extendidos hacia el cadáver de mi hermano. 

Yo nunca la saqué del error.


domingo, 30 de agosto de 2020

 

ENTROPÍA

 

¿Te acuerdas cómo nos conocimos? Cinco de la tarde. Llovía como si Dios se hubiera dejado un grifo abierto. Y tú allí, a la intemperie, empapada bajo la cortina de agua, esperando que el hombre de la cabina telefónica se apiadara de ti y colgara, pero no lo hizo. Así que abriste la puerta con cierta brusquedad y le preguntaste si aún le faltaba mucho. Yo me volví lentamente con una humeante taza de café en la mano y te dije: «Vivo aquí». Tu ira se transformó en risa, una risa fácil y deliciosa  que fue, durante un tiempo, un punto de cordura en mi caótica existencia.

Recuerdo cómo reías cuando se me ocurrió tomar la sopa de letras con el diccionario a mano, por miedo a tragar una errata; o cuando buscaba en tu cuerpo desnudo longitudes y latitudes con el compás de mis dedos; y no digamos cuando me ponía a la tarea de inventariar tu piel clasificando pecas, lunares y cicatrices por tamaños y colores. También reíste cuando te informé que la señora Sí, embarazada del señor No, había tenido un Quizás; y el día que te dije que sazonaba las comidas con la sal de mis lágrimas; o cuando te confesé que a veces te abrazaba para no caerme por el borde del planeta. ¡Cómo reías!

          En cambio te disgustaba que algunas noches las pasara ante el espejo hablándole a ese hombre que me mira, ya sabes, el que me dijo que un día vio a Abel perplejo en el entierro de Caín, al pusilánime de Romeo en el de Julieta y a nadie en el mío; solo un ciprés tieso como una columna, con la copa clavada en el cielo y las raíces en mi ataúd, absorbiéndome los humores del cuerpo como un vampiro. Tampoco soportabas que por la calle caminara hacia atrás, intentando regresar al pasado para volver a conocerte y advertirte sobre mí; o que rompiera a llorar de nostalgia al recordar el vientre materno; o en ocasiones dejara de respirar hasta el desmayo, subyugado por el viaje de ida y vuelta a la muerte.

          Ahora ya no me quieres, y me condenas a la periferia de tu persona mientras otros más cuerdos que yo abren la puerta de tu piel y entran hasta la cocina. Y mi amor, huérfano de ti, vaga sin rumbo por solitarios callejones neuronales, huyendo de la inclusa de la aburrida lógica, con la foto borrosa de tu persona pegada en cada fachada del barrio de mi cerebro.

 

MOSCAS

 

Sherman ignoraba cuándo había empezado todo, también el motivo de la extraña simbiosis, pero el caso es que, en un momento dado, aquellas moscas azules, que refulgían al sol como aguamarinas y que a saber de dónde habían salido, parecieron ponerse de acuerdo en acompañarlo a todas partes. Aunque lo peor estaba por llegar, porque al pasar de los días, las repugnantes moscas fueron aumentando en número y las personas comenzaron a quejarse. Primero se quedó sin trabajo, después sin amigos. La gente por la calle se apartaba al verlo venir con semejante enjambre azul a su alrededor; y pronto le prohibieron la entrada en restaurantes, cines y supermercados. Un día llegó a casa y encontró una nota de su mujer: «Lo siento, Sherman, pero no aguanto más esta situación. Vivir contigo es como estar en un vertedero. Me voy con los niños». Al final todos le abandonaron menos las moscas. Ellas no. Lo seguían a todas partes con una fidelidad y devoción que daba miedo. A veces se rezagaban sobre un cubo de basura, los excrementos de un perro o la gomina de algún ejecutivo; pero al cabo alzaban el vuelo y le daban alcance allá donde estuviera.

            «No le encuentro síntoma alguno de enfermedad. Y es usted un hombre aseado. Esto escapa a mis conocimientos ─le dijo el doctor Chandler, mientras apartaba las moscas a golpe de radiografía, para añadir después─: ¿Ha probado con insecticida?» Sí, Sherman ya había probado con eso, pero morían unas y aparecían otras. Lo comprobó el día que se encerró en casa y dejó el suelo alfombrado de color azul una vez vaciados dos botes de insecticida, exterminándolas a todas. Y aunque después decidió no salir en una temporada, esperando que el problema se fuera como había venido, a la mañana siguiente del exterminio, los vecinos se presentaron en su puerta para protestar por el enjambre de moscas que rodeaba el edificio, como si este fuera un enorme zurullo. 

            Desesperado, terminó visitando a un hechicero. Aquel hombrecillo oscuro y marchito, que olía a vómito y masticaba sin nada en la boca, después de escuchar su historia, lo agarró de una mano y lo sacó al patio exterior de la casa. Parados bajo el sol esmerilado de la tarde y en medio de la nube azul y zumbona, lo mandó mirar al suelo y dijo: «Ahí tiene el origen de su problema, querido amigo: hace tiempo que arrastra el cadáver de su sombra».

 

 

 

 

CALPURNIA

 

«Tienes el cielo en los ojos», le dijo el forastero mientras Calpurnia lo desnudaba con la dulzura de una madre. Era la puta del pueblo, y una puta peculiar. Si te subías a su cama no pagabas ni un centavo. Solo cobraba a los hombres de los que se enamoraba, porque el amor, decía, le despertaba un apetito desordenado que costaba plata satisfacer.

En la taberna, todos presumían de haber pagado alguna vez; sin embargo, ella hacía meses que vivía de la caridad de las esposas agradecidas, hartas de soportar las babas de sus estúpidos maridos.

Aquella noche, Calpurnia entró en el local y pidió un filete con patatas, dos huevos fritos y una botella de vino. Los clientes se miraron buscando al afortunado; hasta que entró aquel guapo forastero que, tras demorar una mirada de amor en la prostituta, invitó a todos a una ronda antes de partir, cosa que hizo después de besar a la afortunada, con la promesa de regresar a por ella al día siguiente.

Esa madrugada, las mujeres del pueblo enterraron el cadáver del forastero en el maizal, como de costumbre.

 

 

 

RAMIRO

 

 

Entusiasmada como estaba, dándole gracias a este espléndido cuerpo mío por haber atraído la mirada de un millonario, que me brindaría la oportunidad, durante el resto de mi vida, de hacer lo que más me gusta (nada), tardé un tiempo en darme cuenta de que no me había casado con un hombre, sino con un sombrero que llevaba un hombre debajo.

          Paco adoraba aquel sombrero. Lo cuidaba como oro en paño. Estaba tan nuevo que siempre parecía que lo había comprado el día anterior. Solo se lo quitaba para ducharse y para dormir, y lo hacía con pesar, como si pudiera oír el llanto de aquel trozo de fieltro. Lo llamaba Ramiro. El día que me lo dijo lo tomé a broma y solté una carcajada. Ofendido, tardó un mes en dirigirme la palabra. Estoy segura de que si le hubiera dado a escoger entre el jodido sombrero y nuestro matrimonio, me hubiera dicho: «Ramiro y yo te echaremos de menos, querida».

        La liturgia diaria frente al espejo era digna de verse. El corte semanal le daba a su cabello la uniformidad de una moqueta, algo indispensable para que la cabeza penetrara en el sombrero hasta un punto determinado, en un acoplamiento suave y pendular cuasipornográfico, tras el que se observaba de frente y de perfil, con una estúpida sonrisa de aquiescencia, mientras sobaba con sus dedos enguantados en hilo las alas de su tesoro, antes de despedirse con un: Ramiro y yo nos vamos a la oficina, Ramiro y yo nos vamos al fútbol, Ramiro y yo nos vamos al club. Y allá que se iba Paco, tieso, con el culo apretado y el paso cauteloso de un funambulista, como si en vez de sombrero llevara sobre la cabeza la Santísima Trinidad.  

          Un día le pregunté: «Paco, mi amor, el día que te mueras, que Dios quiera sea dentro de muchos años y que yo no lo vea, pero Paco, mi amor, cuando te mueras, ¿querrás que te entierren con Ramiro?». Lo recuerdo mirándome con aquellos ojos de besugo mientras me decía: «A ver, Irene, ¿la Tierra es redonda?».

          Mi subconsciente debió de hartarse de Paco antes que yo, porque sin proponérmelo, un día me encontré comprando un sombrero idéntico al de él, pero media talla menor, detalle que camuflé pegando la talla del suyo en el nuevo. Cuando se lo puso aquella mañana frente al espejo, rumió un rato hasta que dijo: «¿No notas distinto a Ramiro?» Viéndome perdida, respondí: «En eso se basan las relaciones duraderas, Paco, en descubrir cosas nuevas del otro».  

        En tres meses, tres sombreros, cada uno media talla menor que el anterior, pero en todos ellos pegada la talla del suyo.

        Empezó una peregrinación por médicos, psicólogos y curanderos; y aunque todos le aseguraban lo contrario, él se empeñaba en que le estaba creciendo la cabeza.

          La mañana que estrenó el cuarto sombrero regresó antes de doblar la esquina, pálido como el mármol y con él en la mano. Tartamudeando, dijo que un golpe de aire se lo había arrancado de la cabeza —¡cosa inaudita!—, y que esa era la prueba definitiva.

         Se encerró en casa y dirigía sus negocios por teléfono. Se negaba a salir porque no quería que la gente lo señalase por la calle como a un monstruo cabezudo. Con el cuadro de ansiedad llegaron las cefaleas y comenzó a atiborrarse de analgésicos y antiinflamatorios por el día, y luego no dormía por las noches, midiendo la casa a pasos largos y apretándose la cabeza con un cinturón, como si intentara comprimirla. Las verificaciones continuas del perímetro del cráneo con el metro costurero hubieran convencido al más hipocondríaco, pero no a Paco, porque su cabeza no entraba en Ramiro, y Ramiro no mentía, él no. Pobre angelote. La verdad es que, de tanto como se lo oía decir, hasta yo le empezaba a ver cabezón.

          Un día me desperté en plena madrugada y lo encontré en el cuarto de baño, frente al espejo. El alma cándida se había afeitado la cabeza como un monje tibetano y trataba de enroscarse el sombrero en ella como si fuera una tuerca, llorando a moco tendido y diciendo: «¡Por el amor de Dios, Ramiro, pon algo de tu parte, coño!».

          Una semana después lo encontré muerto en la cocina. Desesperado, había pedido por Teletienda un garrafón del brebaje de esos jíbaros reductores de cabezas y se lo había bebido de una sentada.

        Que Dios me perdone, pero no cumplí su deseo. Y es que nadie puede culpar a una apenada viuda de querer conservar un recuerdo de su marido. Por eso, el día que lo enterraron, Ramiro se quedó en el perchero.

        Ya hace un año de esto. La vida sigue y me he vuelto a casar. Ernesto es un encantador vicepresidente de no sé qué empresa petrolífera. Y aunque al principio era reacio, acabé por convencerlo de lo guapo..., de lo guapísimo que está de sombrero.

 

 

EL EXPLORADOR


          Tumbado de espaldas en algún punto del desierto de Libia, espero la muerte mirando al cielo —que parece de celofán—.  De pronto, una nube negra como lomo de ballena rompe el horizonte. La espero de pie, las piernas abiertas para afianzarme mejor sobre el mar de arena (como Cristo sobre el lago Tiberiades), la nube pasa y me sobrepasa sin mojar mis labios cuarteados; la sigo durante horas, a través de las dunas, dejando huellas fugaces. Al cabo llego a un palmeral que esconde un oasis: un punto verde y umbilical en el desierto. Quizá sean las Marismas de las Tortugas de que habla Ptolomeo, o el oasis de Zerzura. Un alminar se yergue entre los jardines borrachos de aromas diferentes, y el almuédano eleva su plegaria al cielo de celofán. La nube se para y extiende hasta el vergel una cortina de agua; abro la boca, bebo, el agua sabe a azahar y a espliego; me lava la cara de arena y lágrimas y bruñe mis ojos quemados. Sí, es el lugar, el que tanto busqué.

Allí de pie, con el alma empapada, decido cometer el pecado más abominable de un explorador: quedarme para siempre y callar.

 

RELACIONES FUGACES

 

          Suena el teléfono, lo descuelgo.

          —¿Diga?

          —¿Randa? Soy yo, tesoro. Ya estoy en la M-30. El tráfico está espeso como las lentejas que hace tu madre —reprimo una carcajada—. De todas formas, estaré ahí en quince minutos.

          —De acuerdo —le digo.

          —No quiero que me recibas desnuda como la última vez —me pide.

          —¿Entonces? —le pregunto.

          —Déjate los pendientes puestos, el tiempo ha refrescado —me dice con voz de arena.

          —Es así como voy ahora vestida —le informo, sintiendo arder las mejillas y el mistral trepar por mi espalda como una enredadera.

          —Pues dile a tu piel que la espera ha concluido, porque mis labios ya están a siete semáforos de distancia —me dice antes de colgar.

          Me retiro del teléfono con una sonrisa en mis fruncidos labios, y sin ningún remordimiento por haberle mentido a un desconocido. Y es que cuando pasas de los sesenta años, los hombres solo te llaman por equivocación. 

 

 

 

 

 

CORAZÓN DE NIEVE

 

 

             Todos los días pasaba aquella muchacha por su vera, con un grupo de amigas, hablando y riendo; pero él solo la veía a ella: la melena de ébano, como los ojos, las mejillas arrebatadas por el frío invernal. Viéndola, el muñeco de nieve recordaba aquel día de Navidad que amaneció el pueblo bajo un manto blanco, y la muchacha y sus amigas moldearon su cuerpo, entre bromas y risas. Pero ella y solo ella le había puesto los dos botones en la cara, por eso fue a la primera persona que vio; y tan cerca estaba de él, que el aliento vaporizado de la muchacha llenó de menta su nariz de zanahoria. Desde aquel día, su figura amorfa, tocada con un gorro de paja y enseñoreada con una pipa de plástico, únicamente existía para verla pasar. Él sabía que su amor duraría tanto como el invierno, no más. Por eso era intenso y sublime. Le hubiera gustado estar más al norte, donde los inviernos duran diez meses. Pero también deseaba, con audacia suicida, que aquel manto repujado y grisáceo que cubría el cielo se rasgara para dar paso a su mayor enemigo, el sol, que lo licuaría deformando su cuerpo, y así sentir de nuevo las manos templadas de su amada moldeándolo, cubriéndolo de caricias, bañándolo con la luz de sus ojos y su aliento de menta.

Y tal era su amor, que un día, al ver a la muchacha a lo lejos, acercándose lentamente con la melena al viento y aquella cadencia en el andar, se formó en su pecho una piedra de hielo del tamaño de un puño, que enrojeció al cobrar temperatura, derritiendo de pasión su cuerpo iridiscente. La gente se arremolinó a su alrededor para contemplar aquel fenómeno tan singular. Y cuando la muchacha logró abrirse paso, solo vio el sombrero de paja en el suelo, el resto se lo había tragado la alcantarilla.