domingo, 30 de agosto de 2020

 

ENTROPÍA

 

¿Te acuerdas cómo nos conocimos? Cinco de la tarde. Llovía como si Dios se hubiera dejado un grifo abierto. Y tú allí, a la intemperie, empapada bajo la cortina de agua, esperando que el hombre de la cabina telefónica se apiadara de ti y colgara, pero no lo hizo. Así que abriste la puerta con cierta brusquedad y le preguntaste si aún le faltaba mucho. Yo me volví lentamente con una humeante taza de café en la mano y te dije: «Vivo aquí». Tu ira se transformó en risa, una risa fácil y deliciosa  que fue, durante un tiempo, un punto de cordura en mi caótica existencia.

Recuerdo cómo reías cuando se me ocurrió tomar la sopa de letras con el diccionario a mano, por miedo a tragar una errata; o cuando buscaba en tu cuerpo desnudo longitudes y latitudes con el compás de mis dedos; y no digamos cuando me ponía a la tarea de inventariar tu piel clasificando pecas, lunares y cicatrices por tamaños y colores. También reíste cuando te informé que la señora Sí, embarazada del señor No, había tenido un Quizás; y el día que te dije que sazonaba las comidas con la sal de mis lágrimas; o cuando te confesé que a veces te abrazaba para no caerme por el borde del planeta. ¡Cómo reías!

          En cambio te disgustaba que algunas noches las pasara ante el espejo hablándole a ese hombre que me mira, ya sabes, el que me dijo que un día vio a Abel perplejo en el entierro de Caín, al pusilánime de Romeo en el de Julieta y a nadie en el mío; solo un ciprés tieso como una columna, con la copa clavada en el cielo y las raíces en mi ataúd, absorbiéndome los humores del cuerpo como un vampiro. Tampoco soportabas que por la calle caminara hacia atrás, intentando regresar al pasado para volver a conocerte y advertirte sobre mí; o que rompiera a llorar de nostalgia al recordar el vientre materno; o en ocasiones dejara de respirar hasta el desmayo, subyugado por el viaje de ida y vuelta a la muerte.

          Ahora ya no me quieres, y me condenas a la periferia de tu persona mientras otros más cuerdos que yo abren la puerta de tu piel y entran hasta la cocina. Y mi amor, huérfano de ti, vaga sin rumbo por solitarios callejones neuronales, huyendo de la inclusa de la aburrida lógica, con la foto borrosa de tu persona pegada en cada fachada del barrio de mi cerebro.

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