RELACIONES FUGACES
Suena el teléfono, lo descuelgo.
—¿Diga?
—¿Randa? Soy yo, tesoro. Ya estoy en la
M-30. El tráfico está espeso como las lentejas que hace tu madre —reprimo una
carcajada—. De todas formas, estaré ahí en quince minutos.
—De acuerdo —le digo.
—No quiero que me recibas desnuda como
la última vez —me pide.
—¿Entonces? —le pregunto.
—Déjate los pendientes puestos, el
tiempo ha refrescado —me dice con voz de arena.
—Es así como voy ahora vestida —le
informo, sintiendo arder las mejillas y el mistral trepar por mi espalda como
una enredadera.
—Pues dile a tu piel que la espera ha
concluido, porque mis labios ya están a siete semáforos de distancia —me dice
antes de colgar.
Me retiro
del teléfono con una sonrisa en mis fruncidos labios, y sin ningún
remordimiento por haberle mentido a un desconocido. Y es que cuando pasas de
los sesenta años, los hombres solo te llaman por equivocación.
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