CALPURNIA
«Tienes
el cielo en los ojos», le dijo el forastero mientras Calpurnia lo desnudaba con
la dulzura de una madre. Era la puta del pueblo, y una puta peculiar. Si te
subías a su cama no pagabas ni un centavo. Solo cobraba a los hombres de los
que se enamoraba, porque el amor, decía, le despertaba un apetito desordenado
que costaba plata satisfacer.
En la taberna, todos presumían de haber pagado
alguna vez; sin embargo, ella hacía meses que vivía de la caridad de las
esposas agradecidas, hartas de soportar las babas de sus estúpidos maridos.
Aquella noche, Calpurnia entró en el local y pidió
un filete con patatas, dos huevos fritos y una botella de vino. Los clientes se
miraron buscando al afortunado; hasta que entró aquel guapo forastero que, tras
demorar una mirada de amor en la prostituta, invitó a todos a una ronda antes
de partir, cosa que hizo después de besar a la afortunada, con la promesa de
regresar a por ella al día siguiente.
Esa madrugada, las mujeres del pueblo enterraron el
cadáver del forastero en el maizal, como de costumbre.
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