CORAZÓN DE NIEVE
Todos los
días pasaba aquella muchacha por su vera, con un grupo de amigas, hablando y
riendo; pero él solo la veía a ella: la melena de ébano, como los ojos, las
mejillas arrebatadas por el frío invernal. Viéndola, el muñeco de nieve
recordaba aquel día de Navidad que amaneció el pueblo bajo un manto blanco, y la
muchacha y sus amigas moldearon su cuerpo, entre bromas y risas. Pero ella y
solo ella le había puesto los dos botones en la cara, por eso fue a la primera
persona que vio; y tan cerca estaba de él, que el aliento vaporizado de la
muchacha llenó de menta su nariz de zanahoria. Desde aquel día, su figura
amorfa, tocada con un gorro de paja y enseñoreada con una pipa de plástico,
únicamente existía para verla pasar. Él sabía que su amor duraría tanto como el
invierno, no más. Por eso era intenso y sublime. Le hubiera gustado estar más
al norte, donde los inviernos duran diez meses. Pero también deseaba, con
audacia suicida, que aquel manto repujado y grisáceo que cubría el cielo se
rasgara para dar paso a su mayor enemigo, el sol, que lo licuaría deformando su
cuerpo, y así sentir de nuevo las manos templadas de su amada moldeándolo,
cubriéndolo de caricias, bañándolo con la luz de sus ojos y su aliento de
menta.
Y tal era su amor, que un día, al
ver a la muchacha a lo lejos, acercándose lentamente con la melena al viento y
aquella cadencia en el andar, se formó en su pecho una piedra de hielo del
tamaño de un puño, que enrojeció al cobrar temperatura, derritiendo de pasión
su cuerpo iridiscente. La gente se arremolinó a su alrededor para contemplar
aquel fenómeno tan singular. Y cuando la muchacha logró abrirse paso, solo vio
el sombrero de paja en el suelo, el resto se lo había tragado la alcantarilla.
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