domingo, 30 de agosto de 2020

 

RAMIRO

 

 

Entusiasmada como estaba, dándole gracias a este espléndido cuerpo mío por haber atraído la mirada de un millonario, que me brindaría la oportunidad, durante el resto de mi vida, de hacer lo que más me gusta (nada), tardé un tiempo en darme cuenta de que no me había casado con un hombre, sino con un sombrero que llevaba un hombre debajo.

          Paco adoraba aquel sombrero. Lo cuidaba como oro en paño. Estaba tan nuevo que siempre parecía que lo había comprado el día anterior. Solo se lo quitaba para ducharse y para dormir, y lo hacía con pesar, como si pudiera oír el llanto de aquel trozo de fieltro. Lo llamaba Ramiro. El día que me lo dijo lo tomé a broma y solté una carcajada. Ofendido, tardó un mes en dirigirme la palabra. Estoy segura de que si le hubiera dado a escoger entre el jodido sombrero y nuestro matrimonio, me hubiera dicho: «Ramiro y yo te echaremos de menos, querida».

        La liturgia diaria frente al espejo era digna de verse. El corte semanal le daba a su cabello la uniformidad de una moqueta, algo indispensable para que la cabeza penetrara en el sombrero hasta un punto determinado, en un acoplamiento suave y pendular cuasipornográfico, tras el que se observaba de frente y de perfil, con una estúpida sonrisa de aquiescencia, mientras sobaba con sus dedos enguantados en hilo las alas de su tesoro, antes de despedirse con un: Ramiro y yo nos vamos a la oficina, Ramiro y yo nos vamos al fútbol, Ramiro y yo nos vamos al club. Y allá que se iba Paco, tieso, con el culo apretado y el paso cauteloso de un funambulista, como si en vez de sombrero llevara sobre la cabeza la Santísima Trinidad.  

          Un día le pregunté: «Paco, mi amor, el día que te mueras, que Dios quiera sea dentro de muchos años y que yo no lo vea, pero Paco, mi amor, cuando te mueras, ¿querrás que te entierren con Ramiro?». Lo recuerdo mirándome con aquellos ojos de besugo mientras me decía: «A ver, Irene, ¿la Tierra es redonda?».

          Mi subconsciente debió de hartarse de Paco antes que yo, porque sin proponérmelo, un día me encontré comprando un sombrero idéntico al de él, pero media talla menor, detalle que camuflé pegando la talla del suyo en el nuevo. Cuando se lo puso aquella mañana frente al espejo, rumió un rato hasta que dijo: «¿No notas distinto a Ramiro?» Viéndome perdida, respondí: «En eso se basan las relaciones duraderas, Paco, en descubrir cosas nuevas del otro».  

        En tres meses, tres sombreros, cada uno media talla menor que el anterior, pero en todos ellos pegada la talla del suyo.

        Empezó una peregrinación por médicos, psicólogos y curanderos; y aunque todos le aseguraban lo contrario, él se empeñaba en que le estaba creciendo la cabeza.

          La mañana que estrenó el cuarto sombrero regresó antes de doblar la esquina, pálido como el mármol y con él en la mano. Tartamudeando, dijo que un golpe de aire se lo había arrancado de la cabeza —¡cosa inaudita!—, y que esa era la prueba definitiva.

         Se encerró en casa y dirigía sus negocios por teléfono. Se negaba a salir porque no quería que la gente lo señalase por la calle como a un monstruo cabezudo. Con el cuadro de ansiedad llegaron las cefaleas y comenzó a atiborrarse de analgésicos y antiinflamatorios por el día, y luego no dormía por las noches, midiendo la casa a pasos largos y apretándose la cabeza con un cinturón, como si intentara comprimirla. Las verificaciones continuas del perímetro del cráneo con el metro costurero hubieran convencido al más hipocondríaco, pero no a Paco, porque su cabeza no entraba en Ramiro, y Ramiro no mentía, él no. Pobre angelote. La verdad es que, de tanto como se lo oía decir, hasta yo le empezaba a ver cabezón.

          Un día me desperté en plena madrugada y lo encontré en el cuarto de baño, frente al espejo. El alma cándida se había afeitado la cabeza como un monje tibetano y trataba de enroscarse el sombrero en ella como si fuera una tuerca, llorando a moco tendido y diciendo: «¡Por el amor de Dios, Ramiro, pon algo de tu parte, coño!».

          Una semana después lo encontré muerto en la cocina. Desesperado, había pedido por Teletienda un garrafón del brebaje de esos jíbaros reductores de cabezas y se lo había bebido de una sentada.

        Que Dios me perdone, pero no cumplí su deseo. Y es que nadie puede culpar a una apenada viuda de querer conservar un recuerdo de su marido. Por eso, el día que lo enterraron, Ramiro se quedó en el perchero.

        Ya hace un año de esto. La vida sigue y me he vuelto a casar. Ernesto es un encantador vicepresidente de no sé qué empresa petrolífera. Y aunque al principio era reacio, acabé por convencerlo de lo guapo..., de lo guapísimo que está de sombrero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario